Con Jesús, lo mejor está por llegar.

Lo habitual  o lógico cuando se empieza un escrito como éste, sería presentarse; permitidme que lo haga al final.

Empezaré diciéndoos que llevo muchos años peleado con Dios o, mejor dicho, con esa idea de Dios que aprendí. Si, digo idea de Dios, porque no sé si ese ser existe en la realidad, aunque a veces me sorprendiera a mí mismo en mis pensamientos, plantándole cara, pidiéndole explicaciones o exigiéndole que hiciera esto o aquello, para demostrarme que existía.

Era habitual que la respuesta fuera un absoluto silencio que me hacía sentir huérfano, abandonado, roto, confuso, perdido. Así sigo, sólo con mi cansancio, agobiado, desesperanzado, buscando respuestas claras que me convenzan de que hay un propósito en todo este dolor que estoy viviendo.

Soy, como diría el Apóstol Pablo “la oveja que se perdió”, aunque desde Alpha veo que no la perdida.

Se me premió con la fe hace décadas, cuando era adolescente. Viví según sus reglas, cumpliendo más o menos sus mandatos. Hice de Dios el pilar central de mi vida, sirviéndole y respetándole como a un Padre, amándolo como a una madre y con la confianza y cercanía de un hermano.

No acierto a saber en qué momento del camino que hacíamos juntos me solté de su mano, ni cuánto tiempo anduve “sólo”, en dirección contraria a la que empecé con Él; errando el camino y prestando oído a las apetecibles y sugerentes indicaciones del diablo, que como león rugiente, rondaba con insistencia para devorarme, hasta que por fin me cazó, sin yo darme cuenta.

Sentí en mi alma sus feroces y desgarradores mordiscos, arrancándome a pedazos la virtud y la gracia de Dios, pero sin notar dolor alguno de los pecados que la bestia me ofrecía y que yo cometía con total aceptación y agrado. Una cosa llevaba a la otra y ésta a otra diferente.

Dejé de cumplir la ley espiritual para después creerme con autoridad moral para incumplir la ley social y después la penal y después… después la cárcel. Era de esperar. Apropiada y justa consecuencia de mis acciones y decisiones.

Todo pasó muy rápido, tanto como la rapidez con la que estaba perdiendo la fe de mi juventud, la fe en Dios y en los seres humanos. Perdí la alegría, el rumbo, la ilusión de vivir.       

Cómo no perder todo lo dicho, cuando pierdes lo que amas, tu entorno, la familia, la libertad, y te ves en un agujero de pesimismo, estando encerrado entre muros de hormigón de los que no saldrás en algo más de 13 años.

¿De qué servía el conocimiento de Dios que acumulé? Era tan inútil como una tuerca pasada de rosca, sin considerar que fui yo el que, a fuerza de apretar y ejercer presión sobre ella, la deformé.

Un día, escuchando una Misa que no me decía nada y a la que asistía por rutina, escuché la invitación a ALPHA, y la acepté como otras muchas, sin saber bien qué aceptaba o qué era. “No será nada malo y me saca de la rutina”, pensé.

De eso se sirvió mi Padre para hacerme volver. Cómo lo sentí y en qué momento fue me lo reservaré para mí, pero es verdad que los tiempos de Dios son perfectos y que los míos están en sus manos.

Ahora sé que el dolor y sufrimiento es necesario en esta dimensión corporal de la vida, y que si lo acepto como venido de Dios, me unirá más a Él. Que Dios, aunque es omnipotente, no tiene poder para interferir en mi libre albedrío, porque sería negarse a sí mismo. Que mis actos y decisiones traen consigo unas consecuencias que debo aceptar, sobrellevando el dolor que traigan con ellas, puesto que yo las he generado. Sé que Dios siempre ha estado conmigo, en silencio, esperando, acompañándome en un trayecto de aprendizaje necesario. Que si no lo he visto es porque me miraba sólo a mí mismo; que si no lo he oído es porque Él no grita, susurra, por lo que el vocerío de mi orgullo, vanidad y soberbia no me permitían escucharle, por el escándalo de tanto pecado.

Ahora veo que mi nombre no es necesario, ni quién soy importante. Justamente, en este momento que escribo para ALPHA me doy cuenta de lo cerca que tenía las respuestas que buscaba, el camino, la dirección a seguir.

Tengo un nombre compuesto. El primero significa “el que vence, el vencedor”. El segundo significa “el portador de Cristo”. No sé si en algún momento de mi historia vital ha tenido para mí un significado tan acorde al estado de mi alma y a las preguntas que llevo formulándome hace años. No es casualidad, sino causalidad, y es Dios.

Al analizar lo que he vivido y sigo viviendo, con la perspectiva suficiente, no puedo quitarme de la cabeza una idea recurrente, la de pensar que por insignificante que parezca, nada se escapa al plan de Dios, que va a ser cierto eso de que en su omnisciencia, todo está previsto. “El que vence es el portador de Cristo”.

Con Jesús, lo mejor está por llegar.